Emociones y Conducta Moral

Emociones y conducta moral

Raúl Gutiérrez Lombardo

Como he dicho en otras ocasiones, el ser humano posee dos naturalezas, una naturaleza biológica y una naturaleza cultural. Su naturaleza biológica es producto de la evolución biológica de la especie, la cual se sigue expresando claramente en la conducta del ser humano moderno. Su naturaleza cultural es el resultado de la adquisición y almacenamiento de información extrabiológica, hecha posible gracias al desarrollo de la ciencia, la técnica y la cultura en general, pero ambas son el producto de una actividad biológica: la actividad de nuestro cerebro.

Lo anterior explica por qué muchas formas del comportamiento humano siguen siendo biológicas a las que la cultura ha tratado de suavizar o atenuar, como son las pulsiones sexuales y la agresividad.

Uno de los problemas derivados de esta condición es que la cultura no ha sido totalmente exitosa en la disminución o en el control de los impulsos sexuales y agresivos de los seres humanos. Esto es, el ser humano es un animal sin señales apropiadas de inhibición de sus impulsos biológicos y, todavía más preocupante la relación entre la biología y la cultura en los seres humanos es una relación a la que la ciencia tiende a dar más valor al factor genético que al factor cultural.

Es verdad que el desarrollo tecno-científico ha sido extraordinario, pero, ¿ha sido igual de extraordinario el desarrollo moral del animal humano? No, porque no ha podido encontrar soluciones eficaces para controlar sus impulsos biológicos. La evolución cultural no ha llevado necesariamente a una evolución moral exitosa en los seres humanos; la cultura no ha podido contrarrestar las pulsiones biológicas y la agresividad innatas de la especie derivadas de la interdependencia energética para sobrevivir y reproducirse. El ser humano ha utilizado todos los recursos científicos y tecnológicos que ha logrado en su evolución cultural para apoderarse de los recursos de la biósfera, siempre desde una posición de poder, sea esta física o tecnológica, y, en el caso de otros seres humanos, psicológica, económica, militar y política.

[rev_slider CastrodezaFlujo]Una interpretación filosófica interesante de esta realidad, es la del filósofo de la ciencia darwiniano Carlos Castrodeza, quien en su último libro póstumo, El flujo de la historia y el sentido de la vida (2013), la llama la derivación posmoderna de la ética, donde todo lo “feo” se separa y se oculta o se trivializa o, incluso, se estetiza. El resultado, dice, es que perdemos madurez histórica, aunque en el fondo ésta solo ha valido para contemplar nuestras propias miserias etológicas o conductuales. Así que ya no es que podamos decir “esto es lo que hay”, sino que simplemente tendríamos que abandonar otras expectativas, como por ejemplo la que sostenía Darwin en El origen del hombre, donde postula que por selección natural la humanidad tendería a ser mejor, en un proceso civilizatorio creciente, el cual quedaría como un notable wishful thinking, porque la selección natural, en caso de que no fuera contrarrestada por el azar o por las condiciones del mundo físico, consigue lo mejor, pero puede que en el sentido social más peyorativo del término. Porque “el mejor” es también (si no únicamente) el que mejor explota al otro, ya sea con buenas o malas artes e intenciones.

Es pertinente traer aquí a colación, apunta Castrodeza, que en su famosa obra Dialéctica de la Ilustración (1947) Theodor Adorno y Max Horkheimer aseguran que, en contra de una creencia extendida, la Ilustración no acabó ni mucho menos con la fuerza del mito. Aunque la naturaleza ya no esté encantada, en los términos especificados por Max Weber, los humanos seguimos viviendo de ilusiones escatológicas. Los misterios que rodean el pensamiento teológico perviven, aunque no sea más que como órganos vestigiales en el cuerpo de la racionalidad científica moderna, lo que para los filósofos de Frankfurt, en términos sartrianos, no es solo una muestra de “mala fe”, sino algo peor, habida cuenta de que para ellos en esa pervivencia se encontraría el germen de futuros arrebatos totalitarios.

Y es que la mente humana, como por otra parte es bien sabido, cuando no tiene el suministro de “realidad” adecuado crea sus propias alucinaciones compensatorias, del mismo modo que “el hombre solo” (un náufrago, por ejemplo) se crea un compañero de fatigas imaginario para paliar su necesidad de socialización. La pelota Wilson es un ejemplo muy bien escogido.

Hoy, como señala el neurocientífico Francisco Mora, en su libro Neocultura (2007), la ciencia del cerebro irrumpe en esa misma problemática, pero esta vez, quizá, con una perspectiva distinta y de más calado. Aquella en la que se aportan conocimientos que permiten entender mejor las humanidades. Ya no se trata de crear puente entre dos cuerpos del saber que, avanzando en paralelo, aportan conocimientos distintos, sino de un proceso en serie, un continuum. Conocer cómo funciona el cerebro humano debe permitirnos entender mejor los productos de ese funcionamiento. Ciencia y humanismo se convierten así en una unidad, en solo un árbol de conocimiento desde las raíces y el tronco, hasta las ramas y las hojas.

La neurociencia, dice Mora, es una ciencia experimental, que con todas las herramientas técnicas disponibles, tiende a explicar cómo funciona el cerebro, particularmente el cerebro humano. Cerebro entendido como el órgano que recibe estímulos del medio ambiente y con los que elabora la realidad que nos circunda, gracias a los códigos de funcionamiento construidos en él a lo largo de cientos de millones de años. Realidad que refiere a la construcción, no solo del mundo que vemos, tocamos u olemos, sino la construcción y elaboración de las sociedades en las que vive y las normas y valores que las rigen.

Esta disciplina científica parte de una premisa básica, insoslayable. Todo cuanto existe en el mundo humano, objetivo o subjetivo, es concebido a través del cerebro, órgano por medio del cual se siente, piensa y ejecuta la conducta. Está claro que esta afirmación sorprende ya a muy poca gente porque todo el mundo sabe y tiene por cierto que sin cerebro ni se siente ni se piensa ni se realiza conducta alguna. Pero esto también requiere añadir que el cerebro solo no es el ser humano. El ser humano es un organismo completo en constante interacción con el medio. De hecho, el cerebro dedica una parte muy considerable de su trabajo a controlar y actualizar constantemente su relación con el organismo que lo alberga, que da como expresión visible la conducta, siendo ésta, a su vez, el producto de una sensación o percepción, una memoria o un pensamiento. No hay pues “fantasma” en la máquina. El cerebro opera fundamentalmente interpretando la información que recibe del medio ambiente y ejecuta la conducta correspondiente atendiendo esencialmente a la supervivencia del individuo y de la especie (Mora, 2007).

Elefantes comunicaciónLa emoción, los sentimientos, la abstracción, el lenguaje y el conocimiento son procesos cerebrales esenciales y básicos en la conducta de los mamíferos –y también en el hombre, como mamífero que es-, que vigilan y protegen la supervivencia. Las emociones señalan o tiñen los estímulos sensoriales de placer o castigo y sirven para defendernos o aproximarnos a ellos (agua, comida, calor, frío, sexo, juego o enemigos). Las emociones en consecuencia son los procesos que nos mueven o empujan a conseguir o evitar, de una forma flexible, lo que es beneficioso o dañino para el individuo. Además, las emociones generan ese mecanismo, también básico, que llamamos curiosidad (Mora, 2007). Con la curiosidad se expande el abanico de las conductas y con ello el interés por el descubrimiento de lo nuevo (nuevos alimentos, ocultación de enemigos, etc.). De esta manera, la curiosidad ensancha el marco de seguridad para la supervivencia.

Las emociones constituyen, además, un lenguaje de comunicación básico. De hecho, son el lenguaje más primitivo de los mamíferos. La manifestación de las emociones permite la creación de lazos (familia, amistad) que pueden tener claras consecuencias de éxito, tanto de supervivencia biológica como social. Y, finalmente, los sentimientos. Con la aparición de los sentimientos, el hombre se torna consciente de sus emociones. Y frente a la pura “reacción” ante un estímulo, con la huida o el ataque, el ser humano experimenta y “sabe” que tiene miedo o placer, alegría o pena, y conduce su vida de una manera “nueva”, nunca antes experimentada por ningún otro ser vivo. Las emociones y sentimientos, además, desempeñan un papel importante en el proceso de razonamiento y en la toma de decisiones, especialmente aquellas relacionadas con la persona y su entorno social más inmediato. Las emociones y los sentimientos constituyen de hecho, los pilares sobre los que descansan casi todas las demás funciones del cerebro.

(Fragmento)

Conferencia dictada en el V Congreso del Seminario de Antropología y Evolución “Antropología de las emociones”.

Taxco, Guerrero, 28, agosto, 2015. INAH.

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