La conciencia fosilizada

La Conciencia Fosilizada

Rubén Muela Edo

ABSTRACT. In view of the striking similarities between animals and human beings, in 1859 Darwin came to the conclusion that both shared a common ancestor. The evolution of human beings is thus inextricably linked to the development of superior cognitive abilities (amongst which the emergence of consciousness plays a key role). From such analogy between animals and human beings we ought to ask ourselves this question: are human beings the only conscious beings? Is there such a thing as animal consciousness? In this essay, I will analyze a number of data from the fossil record in order to answer how consciousness emerges.

KEYWORDS. Self-consciousness, animal consciousness, cognition, evolution, cognitive flexibility, emotional contagion, intentionality, ethics.

I. INTRODUCCIÓN

La conciencia ha sido, y sigue siendo, uno de los grandes interrogantes del ser humano. La emergencia de la conciencia permite concebir la evolución de la vida misma y tener conocimiento de la propia existencia y del entorno en que nos hallamos inmersos. Cabe señalar que no está claro si ese proceso es único y exclusivo del ser humano. Darwin (1871) observó que compartíamos con otros animales no humanos ciertas capacidades, como un fuerte instinto social, además de la memoria e imaginación. Para él, la diferencia estriba en el grado, y no en la capacidad misma. En este mismo sentido, se permite discernir a un ser moral, capaz de vivir conforme a una serie de normas y valores éticos, ajustándose a ellos. Es esa reflexión lo que sitúa una escisión entre el mundo subjetivo del ser humano y el resto, dado que es capaz de reflexionar sobre sus propias acciones y deseos así como de aprobar algunos y desaprobar otros.

Por otra parte, tal y como la investigación de autores como Donald R. Griffin (1986) o Frans De Waal (2007) sugiere, compartimos con el reino animal una enorme cantidad de similitudes y capacidades básicas, algo así como el modelo propuesto por De Waal (2003) de una muñeca rusa, en cuyo núcleo encontraríamos aquellas características compartidas, y que en el transcurso de la evolución, se habrían ido sofisticando. Emerge así la idea de una moralidad compartida con nuestros antepasados evolutivos, la cual encontraría su origen en los instintos sociales de otros animales y que en el ser humano alcanzaría su máximo desarrollo (De Waal 2007). Se desmitifica la idea de un ser egoísta por naturaleza, que desde el tiempo de Hobbes, ha puesto en pie de guerra a quienes nos concebían como un homo homini lupus. Por su parte, Griffin establece como un criterio esencial para la conciencia en los animales la adaptabilidad versátil de la conducta ante nuevas circunstancias (Griffin 1986). Ninguno de ellos olvida la importancia del lenguaje, entendido desde una perspectiva más amplia y no sólo la sintaxis, sino que destacan aspectos del mismo como las expresiones no verbales (sobre esta cuestión se ha postulado la hipótesis de un origen gestual del lenguaje en Hewes 1975). Es por ello que se hace necesario rastrear en las huellas de la evolución, para dar con una serie de pistas que nos permitan postular el nacimiento de la conciencia no sólo entendida como un simple percatarse del entorno (awareness), sino tal y como afirma Damasio (2010), un sentirse a sí mismo, una reflexión (self- awareness). Es preciso analizar todos aquellos datos del registro fósil que nos permitan postular e inferir una serie de características como el uso de un lenguaje de doble articulación, una intencionalidad y moral manifiesta, simbolismo y capacidad de creación artística, y una capacidad de anticipación. Ahora bien, el principal inconveniente es que muchas de estas capacidades no se fosilizan.

Mi intención es mostrar a través de una serie de datos empíricos (e.g., una lanza, determinados adornos, o los surcos que quedan fosilizados en las paredes intracraneales mostrando áreas específicas del lenguaje) que, gracias a las nuevas tecnologías y endomoldes craneales, podemos inferir todos aquellos rasgos que permiten dilucidar en qué momento emergió la conciencia humana, no como un simple percatarse del entorno, sino como una conciencia de sí mismo, una autoconciencia capaz de recordar y prever acciones futuras, sembrando así las bases de la civilización.

II. ¿CONCIENCIA ANIMAL?

El debate sobre el origen de la naturaleza moral humana no es nuevo. Existe toda una tradición filosófica, que se remonta desde Aristóteles, que pone de manifiesto las diferencias que nuestra especie presenta con respecto al resto de los animales. El zóon politikon de Aristóteles es un ser racional, social y moral único y distinto del resto. Se abre así un abismo entre el mundo natural y nosotros, el que se ha mantenido prácticamente hasta las últimas décadas de nuestro siglo.

Nos encanta atribuirnos en exclusiva aquellas cualidades que más admiramos en nuestra propia naturaleza (el razonamiento, la moralidad y la empatia, entre otras como el lenguaje), considerándolas, además, exclusivas de nuestra especie. Por el contrario, todas aquellas que nos avergüenzan, preferimos considerarlas como ajenas a nosotros, clasificándolas como un producto o subproducto de la herencia animal (la violencia, el egoísmo o el ansia de poder). ¿Es entonces la moral una característica específica de nuestra especie o se trata más bien de un rasgo heredado y compartido con otros animales? Darwin se aventuró a colegir que, efectivamente, ciertas cualidades aparecían de modo incipiente en muchas especies, si bien entendía que la moral era propia de la nuestra. De Waal va un paso más allá y no sólo reconoce que compartimos un pasado con otros animales, sino que sitúa en éstos atributos como la empatia y el altruismo, ofreciendo para ello muchas pruebas documentadas con base en sus pacientes observaciones. La hipótesis de Donald R. Griffin es aún más asombrosa, pues plantea no solo que los animales no humanos pueden experimentar pensamientos o sentimientos subjetivos, sino que incluye entre aquellos a los insectos. De todos modos, ¿debemos retrotraernos a una especie de pansiquismo tal y como plantean autores como Chalmers o Whitehead, y admitir que no sólo los animales sino también las plantas, las bacterias y toda materia inanimada comparten aquellas propiedades esenciales que subyacen al pensamiento? ¿O tal vez deberíamos ver la imposibilidad de tratar el problema de la conciencia como Thomas Nagel (1974) sugirió? Creo que abordar el problema de la mente y la emergencia de la conciencia es no solo posible sino necesario, aunque debemos hacerlo con cautela.

Uno de los principales inconvenientes a la hora de tratar este problema procede precisamente del modo en el que cada uno comprende el mundo y qué es lo que entendemos por conciencia. Esto lo hace más confuso dada la ambigüedad del término. A este respecto. Descartes situaba el problema de la mente con relación a la subjetividad, poniendo al mismo nivel el ego y el propio pensamiento. Pero obvió el problema de la conciencia por considerarla como algo no físico, apartándose así de la concepción clásica de Platón y Aristóteles, inaugurando la perspectiva del mentalismo. Leibniz rompió con este dualismo y se desentendió de la igualdad (mente = conciencia), abriendo la posibilidad de estudiar empíricamente los procesos mentales. Kant llevó a cabo una investigación que constituye una teoría compleja del pensamiento, que ha heredado en buena medida la teoría funcionalista actual (Villanueva 1995). A partir de la segunda mitad del pasado siglo, se ofrece una interpretación de la que es posible extraer un significado. Tanto Franz Brentano como William James sostienen el carácter intencional de la conciencia, por lo que toda conciencia tendrá un objeto intencional, el cual determina su contenido. Ello nos sitúa en un campo en el que sí es posible abordar el tema en cuestión. También resulta interesante la propuesta de Damasio, quien reconoce no sólo un conjunto de funciones y estados mentales en lo referente a la conciencia, sino que destaca el papel subjetivo y organizador de la misma, o ese sentido íntimo de ser uno mismo (Damasio 2010).

Retomando la propuesta de Griffin, para este autor el concepto de intencionalidad y adaptabilidad es la clave de toda vida interior. Tal es así que considera la adaptabilidad versátil de la conducta a los cambios de circunstancias y a los retos que ello plantea como un criterio indispensable de la conciencia en los animales no humanos (Griffin 1986). Esto sucede incluso en el caso de insectos sociales como las hormigas o las abejas.

A pesar de la visión mecanicista y rígida que generalmente se tiene sobre estos insectos, Griffin expone toda una serie de ejemplos de conducta intencional manifiesta. En este sentido, señala, las hormigas tejedoras pueden optar por varias alternativas a la hora de buscar y localizar fuentes de alimento, reclutar nuevas obreras o pedirles ayuda a través de toda una serie de estímulos químicos, gestos y movimientos. Existen también diferentes estrategias de combate cuando se enfrentan a otros grupos, donde la rapidez suele ser la esencia de la guerra, algo que Sun Tzu afirmaba en El arte de la guerra en el siglo VI AC. También varía la distribución de la tropa, enviando a las obreras más endebles y jóvenes que pueden ser fácilmente remplazables en primera línea, guardándose a la élite sólo para el final. Esta estrategia ahorrativa se ha observado en las milicias de los grandes imperios. Los motivos pueden ser variados para el inicio del conflicto, pero en el fondo ellas luchan por las mismas razones que nosotros: recursos, territorio o incluso la mano de obra, pues se sabe de hormigas que secuestran a sus rivales para usarlas como esclavas. La diferencia estriba que aunque para ellas la guerra pueda ser una necesidad, para nosotros es una opción (Moffet 2012).

El caso más sorprendente es el de las abejas melíferas. Las danzas de estos insectos que usan como medio comunicativo, expresan tres atributos interesantes sobre un objeto: dirección, distancia y deseabilidad (en función a la vigorosidad de la danza). Lo más asombroso de todo nos lo ofrecen los experimentos de Lindauer durante los años cincuenta, cuando observó cómo se llevaba a cabo la búsqueda de nuevos nidos en las abejas. El vigor de las danzas y las repuestas variaban según la idoneidad del nuevo hogar, alcanzándose un consenso sobre el nuevo emplazamiento. Tras la inspección de las primeras exploradoras en busca de un nuevo nido, muchas obreras visitaban distintas cavidades durante varios días. ¿Por qué hacían esto? Lindauer supuso que ello permitía comprobar a las abejas si la idoneidad de las cavidades podía cambiar con el tiempo (por ejemplo, si los posibles nuevos hogares mostraban goteras los días lluviosos o algún otro cambio que no lo hiciese tan idóneo como en principio se creía). ¿Podemos entender en estos comportamientos una intencionalidad además de un desplazamiento cognitivo que va más allá del aquí y ahora?

La respuesta no es fácil y está abierta a diferentes interpretaciones, pero no debemos olvidar que existe toda una serie de estados preconscientes que tienen una gran importancia para regular la vida.

El caso de algunas aves es si cabe todavía más interesante. Hasta hace muy poco se consideraba que para la elaboración de herramientas era necesario tener un cerebro grande y hasta cierto punto evolucionado, por lo que esta capacidad quedaba dentro de lo que hacían nuestros antepasados homínidos, donde Homo habilis sería el marco de referencia. Nada más lejos de la realidad. Se ha probado que algunas aves son capaces de elaborar utensilios. Tal es el caso de Betty, una hembra de cuervo de Nueva Caledonia que empleó un gancho de alambre para alcanzar comida en un laboratorio inglés. El trabajo consistía en extraer comida de un tubo haciendo uso de un alambre con forma de gancho o uno recto, donde el ave elegía el primero. Durante el experimento, Abel, el macho, más grande y dominante, robó el gancho de Betty, dejándole sólo el alambre recto para conseguir su carne. No se esperaba que esto sucediera. En lugar de darse por vencida, ella tomó el alambre, encajó la punta en una hendidura y la dobló con su pico para producir un gancho igual al que le había sido robado. La flexibilidad mental que Betty demostró fue tal que resolvió el problema de diferentes formas cuando le proporcionaron de nuevo alambres rectos, unas veces fabricaba el gancho hundiéndolo en una grieta y dándole forma y otras con el pico. Parece que Betty pudo hacerse una imagen mental del gancho que necesitaba crear y proyectar varias maneras de realizarlo, por lo que es atribuible una intencionalidad a su conducta (Weir, et al. 2002).

También destaca el caso de un loro gris adiestrado por la etóloga y psicóloga en cognición animal Irene Pepperberg para que denomine y pida diferentes objetos. Eso ha demostrado que estas aves no sólo repiten de forma sistemática, sino que son capaces de comprender qué es lo que se les pide, por lo que se infiere que a cada nombre le asocian una imagen mental. Es en este sentido en el que, Griffin insiste, es preciso entender mejor el lenguaje de animales no humanos para conocer sus pensamientos (Griffin 1986).

Por otro lado, resulta interesante el modo en el que algunas aves se adaptan a situaciones novedosas, al observar y aprender de la conducta humana. En Japón, por ejemplo, las cornejas negras colocan nueces en las carreteras para que los coches al pasar rompan las cáscaras. Algunos de estos córvidos incluso prefieren dejar estos frutos en los cruces y esperar a que el semáforo se ponga rojo para recoger el alimento sin el riesgo de ser atropellados.

Por último, en determinados lugares también se han producido adaptaciones al entorno humano, como en Zimbabwe, donde se han observado buitres que esperan durante horas junto a un campo minado esperando a que las incautas gacelas salten por los aires.

En suma, los ejemplos anteriores constituyen una buena muestra de inteligencia y de la capacidad de adaptación de animales no humanos a entornos cambiantes, pero de ahí a la autoconciencia hay un paso cualitativo. Aunque no podamos cifrar el tamaño cerebral crítico que requiere el pensamiento consciente, ni tampoco el del SNC (sistema nervioso central), parece muy osado inferir que esta rica serie de pautas ofrece una conciencia plena. Tal y como Bunge apunta, una cosa es experimentar estados mentales y otra, muy distinta, ser consciente de los mismos (Bunge 1980). Quizá sea éste el caso de aquellos animales que se reconocen como entidades distintas del resto (y por tanto conscientes de su propia subjetividad), como la de aquellos que son capaces de reconocerse ante el espejo (test de Gallup). En el caso de los humanos, se sabe que los niños comienzan a reconocerse en el espejo a una edad media de dieciocho meses. Entre los animales no humanos, este comportamiento es instanciado por los grandes simios, los delfines, elefantes y quizá algún otro mamífero como las ballenas, aunque se piensa que a raíz de los recientes experimentos con aves algunas de éstas también podría superar la prueba.

En particular, Frans De Waal ha estudiado con detenimiento las conductas sociales de los grandes simios (chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes), además de monos capuchinos y rhesus. De sus observaciones se desprende que todos estos animales piensan y sienten, pues muestran conductas similares a la humana, al ser capaces de mentir o engañar, hacer cálculos simples o proyecciones de futuro (tal como determinados casos de alianzas o recompensas dentro del grupo). El hecho de que los grandes simios posean una intensa vida social, a veces tan cercana a la nuestra, ha dado lugar a la fundación, por parte de Peter Singer y Paola Cavalieri, del Proyecto Gran Simio (1993). En los fuertes instintos sociales de los primates existe ya una moral arraigada e incipiente. La diferencia entre esta moral y la humana es tan sólo de grado. Numerosos ejemplos, que nos es imposible citar aquí, han demostrando que los primates son seres capaces de comportamientos altruistas y poseedores de cierta empatia. Procedemos de un linaje de primates muy interdependientes, donde el instinto gregario y social no es una opción, sino una estrategia para la supervivencia. En la política de los chimpancés (De Waal 1993), basándose en las observaciones sobre los chimpancés en el zoo de Arnhem (Holanda), De Waal señala la ambivalencia del comportamiento social de estos simios, a veces maquiavélico, en su sentido más literal, y otras destacando emociones que creíamos exclusivas del ser humano, como la empatia. Ciertamente, mostramos tendencias competitivas y agresivas, y también tenemos tendencias cooperativas e integradoras. Aunque podamos ser ocasionalmente violentos, la guerra no es un instinto humano. Como Jano, tenemos dos caras: la agresividad puede ser una opción, así como la bondad. Si sabemos usar ambas caras de la moneda con astucia, podremos manejarnos también como el que sabe hacer uso de razón unido a la guía de las emociones. El caso de una gorila hembra llamada B ‘inti Jua, por citar algún ejemplo, que salvó a un niño de tres años tras caer de una altura de seis metros en el zoo de Brookfield, o el caso de Kuni, una hembra bonobo que durante algún tiempo estuvo al cuidado de un estornino que había caído en su recinto hasta que finalmente pudo volar, nos hacen comprender que la conducta de estos animales es muy similar a la nuestra. Tampoco es fácil dilucidar en qué casos se trata de mero contagio emocional. En cualquier caso, lo cierto es que este tipo de acciones ponen de manifiesto que son capaces de sentir cierto grado de empatia, no sólo por sus congéneres, sino también por especies distintas. No hay que olvidar que Darwin hacía hincapié en la continuidad con respecto a los animales, incluso en lo concerniente a la moral, aunque reconocía la diferencia de grado (Darwin 1871).

Ese situarse en el lugar del otro también incluye una comprensión de la situación en la que se encuentra, por lo que todo tipo de prácticas observadas en primates, desde el consuelo hasta la reciprocidad y gratitud, defenderían la idea de una teoría de la mente, lo que permite reconocer a otros individuos como seres autónomos.

De Waal también se vale de las modernas tecnologías como la neuroi- magen (De Waal 2007) para estudiar la gran variedad de zonas implicadas en nuestro cerebro (muchas de ellas muy antiguas evolutivamente) cuando se realizan juicios morales. Las bases biológicas subyacentes a los comportamientos empáticos también nos dan una pista en lo referente a la conciencia moral. Parece ser que sólo las especies con estas capacidades muestran además la presencia de neuronas fusiformes, también conocidas como neuronas von Economo, (Bermejo-Pareja, 2010) encargadas de conectar capas cerebrales distantes, por lo que se piensa que podrían ser una de las claves de la autoconciencia.

A pesar de todo ello, y aún reconociendo que en los animales se dan pensamientos y sentimientos muy complejos, la percepción o conocimiento del estado de nuestra propia mente (self-awarness) no parece ser extensible al reino animal, pues aunque ciertos animales no humanos muestren comportamientos empáticos y altruistas, no tenemos ningún indicio de que reflexionen sobre su propio comportamiento, y ahí radica precisamente la diferencia. Aunque existan estados intermedios de conciencia, que difieran en grado o intensidad, la diferencia entre la regulación de la vida antes y después de la emergencia de la conciencia está relacionada con el paso del automatismo a la deliberación (Damasio 2010).

Podemos además referirnos a distintos tipos de conciencia. Una cosa es la sensación, la apariencia y la experiencia subjetiva, (lo que vendría a denominarse como conciencia fenoménica [CF], cuyas propiedades son los cjualia, el carácter cualitativo y la forma en que las cosas se nos aparecen). Tales propiedades no serían exclusivas de los seres humanos, sino que serían extensibles al resto de animales en formas muy variadas. Otro tipo de conciencia, la representacional (CR), preposicional o de contenido es aquella que nos proporciona acceso a la información y contenido de los estados mentales, y aquí juegan un papel clave tanto el razonamiento como el lenguaje, ambos estrechamente ligados (Villanueva 1995). Un mismo contenido puede englobar a ambos tipos de conciencia (CF y CR). Así, por ejemplo, el destello rojo de un semáforo (CF) representaría un significado y una orden (CR) como la de detenerse. Este último tipo de conciencia representacional implica al mismo tiempo una compresión y reflexión ulteriores o que se han interiorizado y automatizado previamente, por lo que el comportamiento a partir de ciertas normas hace necesario un yo organizador de todos los estímulos procedentes del entorno. En este sentido, sólo los humanos vivimos en función de una serie de normas morales y sociales que rigen nuestro modo de vida. En sentido análogo, en las distintas escalas de intensidad consciente, podemos oscilar desde la conciencia de mínimo alcance o conciencia central, centrada únicamente en la inmediatez (el aquí y ahora), hasta la conciencia de gran alcance, extendida o autobiográfica, dado que la propia identidad acompaña su expresión, y recoge un pasado vivido y un futuro anticipado (Damasio 2010). Es esta la que ha permitido que se desarrollen los rasgos característicos que definen a la humanidad, y la que ha llevado a la civilización, y es por eso que es este tipo de conciencia el que nos interesa explorar.

III. LAS PRIMERAS HUELLAS

Si rastreamos las huellas de nuestro pasado, observamos que hace seis o siete millones de años el linaje que conduce al hombre moderno se separó del de nuestros parientes más próximos, los chimpancés. Desde entonces, el camino evolutivo llevaría a una expansión progresiva tanto a nivel cerebral y cognitivo, como cultural, llegando a colonizar todo el planeta. Frente a ello, la hipótesis de una divergencia tardía entre la separación de las ramas evolutivas que conduce a la aparición de los grandes simios africanos y a los seres humanos está basada en la idea de que ésta debió ocurrir hace unos cinco millones de años, cuando mucho. Sin embargo, dado los recientes hallazgos ello sería insostenible.

Los primeros homínidos de los que tenemos constancia pertenecen al género de los Australopithecus, aunque un reciente hallazgo hace que nos situemos hace seis millones de años con el Orrorin tugenesis, al que se ha denominado de modo informal como “Millenium man”. En octubre y noviembre de 2000, el equipo dirigido por Brigitte Senut y Martin Pickford encontró en las colinas Tugen (Kenia) materiales dentales y fragmentos craneales de este nuevo miembro (Cela 2002). Su esmalte dental grueso, su pequeña dentición con relación al tamaño corporal y la forma de los fémures, indican que se diferencian tanto de los Ardipithecus como de los Australopithecus. Los intentos de establecer filogenias en función del rasgo del esmalte dental han dado lugar a grandes controversias y confusiones (Cela 2002). El fémur sugiere que tenía una marcha bípeda y la dentadura que tenía una dieta omnívora, rica en frutas y en proteínas obtenidas probablemente de hormigas y otros insectos. Por su parte el Sahelanthropus tchadensis, conocido también como Touma’t, que en lengua kanuri significa “esperanza de vivir”, nos sitúa todavía más lejos en la datación, pues se trataría de una especie de homínido extinto de hace unos siete millones de años. De ser así, sería el último eslabón de la cadena que marcaría el inicio de una larga marcha (Cela and Ayala 2003). Aunque su cráneo debía ser muy pequeño, en torno a unos 350 c.c., su dentición, donde se observan unos caninos de menor tamaño que el de los simios africanos, lo situaría más cerca de los homínidos. También la posición del cráneo con respecto al cuerpo indica que podía ser ya bípedo.

Con respecto al Ardipithecus, se ha especulado acerca de si era o no bípedo, y por lo tanto si podía clasificarse como un homínido descendiente del Orrorin tugenesis. Con una antigüedad en torno a 4.4 millones de años, y una capacidad craneal similar a la de Sahelanthropus tchadensis, el Ardipithecus ramidus presenta unos dientes cuyo esmalte fino nos dice que se alimentaba de frutos, hojas, tallos tiernos, y una dieta vegetal en general blanda, lo que sigue sin ser suficiente para referirnos a ellos con certeza como homínidos, lo que ha reavivado la cuestión de si ello puede ser considerado como una característica del linaje humano (Cela and Ayala 2003). Por otra parte, los descubrimientos fósiles a orillas del lago Turkana, en Kenia, terminaron por desmontar la idea de una evolución lineal, mostrando que quizá hasta cuatro especies distintas de homínidos pudiesen haber coincidido en un lapso de unos dos millones de años.

La existencia de los australopitecus se encuentra bastante bien documentada en el árbol filogenético. Se trata de seres con un bipedismo incipiente que conservarían parte de sus capacidades para trepar a los árboles. El más antiguo del que tenemos constancia es el Australopithecus amanensis, descubierto en 1994 en las cercanías del lago Turkana por el equipo dirigido por Meave Leakey y Alan Walker. El amanensis, que vivió alrededor de hace 4 millones de años, y que al contrario que en el caso del ramidus, el hallazgo incluía restos de huesos de ambas piernas y brazos, por lo que no dejaba lugar a dudas de que este espécimen andaba completamente erguido y, por tanto, parece probable que fuera el ancestro de las especie de australopitecinos más próxima cronológicamente, la afarensis. Los integrantes de dicha especie eran también bípedos, aunque no de manera completa. Existe la evidencia conservada en cenizas volcánicas de una extraordinaria serie de huellas de pisadas que se extiende a lo largo de veintidós metros, encontrada en Laetoli, Tanzania, con una antigüedad de 3.6 m.a. La postura erecta facilitaría observar en campo abierto, y con ello localizar fuentes de alimento cercanas. Además, ello dejaba las manos Ubres para la manipulación de objetos, lo que más tarde les permitiría elaborar útiles. Los afarensis muestran un gran dimorfismo sexual y cuentan con una capacidad craneoencefálica semejante a la de los chimpancés actuales. Finalmente, aunque no se han encontrado herramientas de piedra asociadas con esta especie, no podemos estar del todo seguros de que no usasen otro tipo de herramientas más frágiles, como de madera o hueso, que no se habrían conservado.

El paso siguiente nos lo ofrecería Dart, quien en 1925 clasificó al niño de Taung como Australopithecus africanus. Por su parte, los trabajos de Robert Broom permitieron establecer la separación en un ciado robusto y otro grácil que coincidiría con el episodio del enfriamiento del planeta hace 2.5 m.a. Este forzó la aparición de grandes espacios abiertos y la consiguiente presión selectiva que incluiría el bipedismo, la colonización de las sabanas y la aparición de herramientas líticas como medio de adaptación por parte de la rama grácil frente a la robusta, la que no presenta indicios del desarrollo de una industria lítica. Así pues, las características distintivas del Australopithecus africanus o grácil, como la reducción de los caninos e incisivos y capacidad craneana media de 450 c.c. (un 10 por ciento más que en el afarensis) marcarían una diferencia. Sobre la cuestión de si los austra- lopitecos serían o no fabricantes de herramientas, a falta de pruebas más concluyentes, el interrogante sigue sin ser resuelto. Ahora bien, si entendemos por un útil un objeto que no forma parte del cuerpo del usuario y que se emplea para alterar la forma o localización de un segundo objeto con el que carecía de conexión previa, podríamos afirmar que incluso algunos de los simios que conocemos y, más aún, las aves, son lo suficientemente inteligentes como para aprender a fabricar y usar útiles. Ejemplo de ello son chimpancés que confeccionan palos de determinado tamaño para obtener comida de un termitero, o esponjas para absorber agua de lugares a los que les resulta imposible acceder, que fabrican con un puñado de hojas que mastican previamente y luego empapan. En este sentido, martillar frutos y semillas con piedras nos darían una imagen de cómo sucedió realmente. Puede que todo empezase hace dos millones y medio de años con un Australopithecus que para acceder al alimento decidiese emplear una piedra, y tal vez al hacerlo se desprendiesen algunas esquirlas con las que más tarde desmembraría a sus presas. Este parece el caso de un recién hallazgo de hace aproximadamente 2.5 m.a., el Australopithecus garhi, junto al cual se han encontrado igualmente fósiles de animales en los que aparecen huellas de haber sido descarnados con instrumentos de piedra y sus huesos fracturados con el mismo sistema. Si tenemos en cuenta que los útiles de piedra más antiguos conocidos son los de Gona (Etiopía), coincidentes en la datación de algunos de estos seres, no podemos negar la capacidad de éstos para fabricar útiles rudimentarios. Aun así, ello no es indicio suficiente para colegir que tenían un nivel cognitivo que les llevase a una cultura desarrollada, ni que usasen un lenguaje de doble articulación. Aunque habían comenzado a dejar sus huellas, a los homínidos les quedaba un largo camino por recorrer.

IV. LA CONCIENCIA FOSILIZADA

La primera dificultad con la que nos encontramos en este terreno es precisamente que el cerebro no se fosiliza, y por lo tanto ello hace imposible toda búsqueda a priori de una conciencia. No obstante, si nos atenemos a los datos del registro fósil con la ayuda que nos brindan las nuevas tecnologías es posible inferir a partir de estos datos una marcha bípeda, un proceso de encefalización mayor, el uso de herramientas, e incluso, gracias a técnicas digitales usadas por la paleoneurología, si acaso nuestros antepasados tenían una capacidad para el lenguaje bien desarrollada, algo que para muchos resulta un requisito imprescindible para hablar de conciencia.

Con el primer representante de nuestra familia, el Homo habilis, de hace 1.8 m.a. aproximadamente, se abre una nueva forma de entender la evolución de nuestros antepasados. El hecho de que fuese el primero al que se le asocia definitivamente toda una serie de útiles, y una industria lítica conocida como “olduvaiense”, que incluye herramientas de piedra, cantos rodados y piedras talladas toscamente por una cara (choppers) o por dos, sugiere el desarrollo de unas capacidades cognitivas superiores a todo lo conocido anteriormente. Ello a su vez permitiría obtener mayores cantidades de carne en su dieta (se sabe que era carroñero más que cazador) y las proteínas procedentes de la carne repercutirían al mismo tiempo en una mayor encefalización. Su anatomía refleja unos largos brazos con respecto a las piernas, pero presenta una serie de características que no deja lugar a dudas de que el Homo habilis se encontraba mucho más cercano a los humanos modernos que el Australopithecus. No cabe duda acerca de que su andar era erguido, como lo atestiguan los rasgos de su pelvis, columna, miembros y foramen magnum. Podemos afirmar también que tanto los huesos de las manos como los de las piernas estaban más próximos a los seres humanos modernos que a los antropomorfos. La posesión de un cerebro mayor que el de sus predecesores (de hasta unos 600 c.c.) sugeriría tanto la posesión de unas capacidades cognitivas superiores manifiestas, como la existencia de una reorganización cortical que favorecería en última instancia la articulación del lenguaje (gracias a los surcos dejados en el interior del cráneo se sabe que Homo habilis ya poseía el área de Broca y Wernicke bien definida, observable gracias a endomoldes craneales y técnicas digitales y de resonancia magnética [Bruner 2012]). De todos modos, para obtener el lenguaje de doble articulación se necesitarían muchos otros cambios, tanto a nivel cognitivo, como a niveles reorganizativo y morfológico.

A partir del Homo habilis la tendencia del género humano es la progresiva encefalización y el desarrollo de una cultura cada vez más patente, la cual se hace manifiesta en el desarrollo de una industria lítica compleja y en una serie de rasgos anatómicamente modernos que caracterizarán nuestra especie. El mejor ejemplo de ello es el Homo erectus, especie integrada por los primeros grandes viajeros intercontinentales, si bien los restos fósiles hallados en África hacen referencia a Homo ergaster. Resulta polémico diferenciar entre ambas especies (si es que acaso se trata de especies distintas). Hay quienes consideran que erectus podría ser una rama lateral, al modo de los australopitecinos robustos, y que cabría considerar a ergaster como antepasado directo nuestro, aunque existe la posibilidad de que Homo erectus, aun extendido en el continente asiático, pudiese estar presente en alguna proporción en África (Cela y Ayala 2005). Aquí optaremos por la solución más parsimoniosa dado que no parece que existiera una diferenciación muy notoria entre ambas, en cuanto a habilidades cognitivas se refiere. Los Homo erectus muestran un incremento cerebral muy notorio con respecto a Homo habilis, variable entre 700 y 1250 c.c. De este modo, diferencias anatómicas y culturales con respecto al Homo habilis revelan una gran distancia en cuanto a complejidad. Buena muestra de ello es el legado de la cultura achelense y sus magníficos bifaces, algo que ha hecho suscitar dudas sobre si objetos tales pueden ser prueba de un proceso estético gradual. Con respecto a las primeras, el aumento del tamaño corporal, que alcanza 1.80 mts. en algunos individuos, respondería a una serie de presiones selectivas, como pudo ser la salida de África y el enfrentarse a entornos y climas subglaciares. Otra serie de cambios en sus rasgos como la disminución del tamaño y fortaleza de la mandíbula, es probable que debido a que estos homínidos habían aprendido a cortar y cocinar la carne con el fuego recién descubierto (hace unos 800 000 años), cambiaron la forma de la cara. La parte inferior resultaba menos saliente, lo que lleva a una apariencia semejante a la del hombre moderno, si bien conservarían todavía plesiomorfias o rasgos primitivos como el prognatismo facial o los molares relativamente grandes.

Gracias a los descubrimientos de Atapuerca, cuyos especímenes datan de hace 800 000 años, se ha inferido que la transición a los humanos modernos ocurrió con Homo antecesor, un precursor de los neandertales y los sapiens. El hallazgo de los restos de esta especie demostró que en Europa ya vivían seres humanos mucho antes de lo que se pensaba. Las dos posturas enfrentadas en cuanto a la transición a una nueva especie serían la estasis y los cambios continuos. La primera de ellas defendería que los especímenes atribuidos a erectus permanecieron sin grandes cambios a lo largo del tiempo, dando lugar de forma brusca a Homo sapiens. La hipótesis de signo contrario estaría basada en la idea de que éste sufrió cambios continuos y graduales. Una posición intermedia defiende la posibilidad de que las poblaciones de Homo erectus dieran lugar a cambios regionales en forma de subespecies. Con todo, la hipótesis más probable es que el grado erectus se iniciase en África del Este, desde donde se desplazarían en busca de nuevas fuentes de alimento y mejor aprovechamiento del carroñeo, estableciendo poblaciones en el continente asiático (sin grandes cambios aparentes) mientras que en Europa, el antecessor, adaptado al clima del lugar, daría paso a Homo neanderthalensis y en África, a la especie correspondiente a Homo sapiens (Cela y Ayala 2005). Una alternativa a este planteamiento sería la hipótesis multirregional, según la cual la transición de erectus a los sapiens modernos debió ocurrir de manera paralela en diversas partes, a través de una mezcla continua de poblaciones intermedias que mantuvo la unidad de especie. Sin embargo, la evidencia molecular parece descartar esta hipótesis. Sea como fuere, nos preguntamos: 1) si durante el grado erectus podemos hablar ya de algunos de los rasgos como el lenguaje y el simbolismo, presentes quizá de manera incipiente, o 2) si tales rasgos emergerán junto a unas capacidades cognitivas superiores con la llegada del hombre de Neanderthal, que llevan a la autocon- ciencia.

Como era de esperarse, el enigma del hombre de Neandertal no está exento de polémica, tanto en lo referente a sus capacidades cognitivas como a las causas de su extinción. La idea de un ser embrutecido, torpe y no muy inteligente es, hoy día, insostenible. Sobre la base de su semejanza con el hombre moderno, sería interesante postular una reclasificación del taxón, incluyendo al hombre de Neandertal como subespecie del sapiens, es decir, como Homo sapiens neanderthalensis. Es probable, como veremos, que fuesen más las semejanzas entre ambos que las diferencias. El simple hecho de encontrar ADN neandertal en nosotros, especialmente en Asia y Europa (pero no en África) avala la hipótesis de un posible entrecruzamiento entre ambas especies, el cual habría dado lugar a una descendencia que sería absorbida por H. sapiens, lo cual podría llevar a redefinir el concepto de especie. El grupo de investigación liderado por Svante Páábo, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, presentó en 2010 la primera versión del genoma neandertal, y mostró además otras pruebas, como la presencia del gen FOXP2, relacionado con el desarrollo cerebral que afecta las bases neuronales implicadas en el habla (Haidle 2012).

Anatómicamente más corpulento y mejor adaptado a los climas fríos, en el hombre de Neandertal destacarían aspectos como una gran capacidad craneoencefálica, superior incluso al H. sapiens, alrededor de 1500 c.c., aunque ello no implica necesariamente un mayor nivel cognitivo, dado que responde a una cuestión de reorganización cerebral y conexiones sinápticas. Esta imagen, de un ser perfectamente adaptado a unas condiciones climáticas adversas, se vería complementada por el descubrimiento de ulteriores rasgos, como una bóveda craneal baja, amplia y larga, grandes maxilares y ausencia de mentón, un esqueleto facial ancho con una nariz prominente y bulbosa de gran tamaño (que se encargaría de recalentar el gélido aire que respiraba) y extremidades robustas y cortas al igual que la columna. La reducción de su estatura debido a que tibias y antebrazos se acortaron, es un proceso que se observa también en las poblaciones humanas actuales (Arsuaga y Mendizábal 2001). Ahora bien, ¿qué decir con respecto a sus facultades mentales? ¿Tenían los neandertales un lenguaje propio? ¿Llegaron acaso a expresarse artísticamente? ¿Podemos hablar de autoconciencial La respuesta está abierta al debate. Aquí presentamos una serie de indicios del registro fósil y arqueológico que arrojarán algo de luz, lo que quizá nos haga ver la sombra de una nueva conciencia emergente y, en última instancia, un modo distinto de entender el mundo.

V. EL NACIMIENTO DE LA CONCIENCIA

Corre rápido por la estepa, sujetando en su mano nada más que una lanza. Por sí solo no es nada, pero combinándose con sus compañeros resulta letal. Un grupo de neandertales sale de caza, con un objetivo común, una suculenta presa que será el gran ágape de la tarde.

Emitiendo toscos sonidos se abalanza sobre ella mientras hunde su lanza en la carne de su presa; ahora sabe que ha tenido éxito y que más tarde disfrutará de su recompensa y la compartirá con el resto. Es hora de regresar con el resto del clan. Los cuatro compañeros transportan la pieza río arriba, pero el camino de vuelta se hace mucho más duro debido al cansancio y al transporte del animal, ahora sin vida. Deben cruzar el río de vuelta al hogar, un río más revuelto y crecido que antes, además del esfuerzo extra que supone hacerlo con la carga que comparten. Se adentran en él no sin cierto temor, comprobando que ahora su caudal supera ligeramente su cintura. A duras penas consiguen ir saliendo, pero el más rezagado les alerta de que algo no va bien. Parece haber tropezado con algo que le impide avanzar, quedando aún más retrasado justo en medio del cruce, en el punto más crítico. La corriente choca contra su cansado cuerpo, el cual no consigue sostenerse por más tiempo y es arrastrado inevitablemente hacia un lugar desconocido. Todo ha sucedido demasiado rápido. En lo que duran unos pocos latidos de corazón uno de los compañeros ha caído, mientras los otros tres, a salvo, miran sin comprender del todo lo sucedido. Dos de ellos se ponen en marcha, pero el tercero se queda un instante más contemplando aquel río de voraz apetito, tratando de comprender que nunca más volverá a ver a quien ha sido su compañero e hijo de la misma madre. Comienza el principio del fin. El joven neander- tal ha descubierto un secreto oculto para los seres de la naturaleza, excepto para aquellos que tienen uso de razón. Ha descubierto la mortalidad. Ya nada será igual.

Una situación semejante pudo haber originado un modo de entender no sólo a sus semejantes, sino de entenderse a sí mismo, una re-flexión o vuelta hacia uno mismo, como un modo de intuir su propia contingencia y de descubrirse como diferente al resto del mundo natural. Es más que probable que este proceso no emergiese repentinamente, sino que tendría un proceso gradual, en virtud del cual poco a poco, a lo largo de la evolución, el género al que pertenecemos iría cobrando una mayor conciencia. Con los primeros pasos se inició un bipedismo más acentuado, lo que a su vez supuso la liberación de las manos, lo que permitió elaborar útiles cada vez más complejos e incluir carne en la dieta, lo que seguramente propició una dentición de menor tamaño y una expansión cerebral. Eso llevó al desarrollo cultural, y todas estas presiones selectivas en feed-back con múltiples factores adaptativos, conducirían finalmente a una serie de capacidades cognitivas que a su vez llevarían a la autoconciencia.

Hemos advertido con anterioridad que el cerebro no se fosiliza, mucho menos la conciencia. Pero ésta sí que deja registro a través de una serie de huellas y restos, de los cuales es posible inferir determinadas pautas sobre la conducta de nuestros antepasados. Humphrey decía que la conciencia evolucionó para comprender la mente de otras personas (Mithen 1998). En algún momento de nuestro pasado evolutivo fue posible hurgar entre nuestros pensamientos y sentimientos, y preguntarnos así acerca de nuestro origen y destino. Platón definía el pensamiento como el diálogo que mantiene el alma con uno mismo. Si bien no sabemos c¡ué es ser un murciélago, tampoco podemos saber qué es ser un neandertal, ni qué pensaba, aunque nos encontramos mucho más cercanos evolutivamente a éste. Lo cierto es que si nos basamos en las evidencias empíricas, estos seres son los primeros de los que tenemos constancia que entierran a sus muertos. ¿Por qué lo hacían? Como siempre, las opiniones de los expertos son variadas:

En primer lugar encontramos a quienes se inclinan por una interpretación no religiosa y, entonces, esos enterramientos responderían a cuestiones que no tienen nada ver con creencias espirituales o religiosas, sino pragmáticas. Tal es la posición defendida por Mellars (Cela y Ayala 2005). En este sentido, el ritual respondería a cuestiones higiénicas y funcionales. Lo relativamente sencillo de la posición en que eran enterrados y de la disposición y construcción de las propias tumbas, apoyaría esta hipótesis. Aun así, podemos preguntarnos por qué sencillamente no se deshacían de los cuerpos abandonándolos e incluso incinerándolos, si fuese el propósito de disuadir a los carroñeros. Ello podría parecemos frío, más aún cuando se trataba de seres con los que habían compartido toda una vida, máxime teniendo en cuenta los fuertes lazos sociales que podían llegar a establecer, pues sabemos que cuidaban y ayudaban a sus congéneres (tan es así que tenemos constancia de un fósil perteneciente a un individuo de este mismo género de edad adulta [en Shanidar I], que debió recibir algún tipo de ayuda del grupo dado que sufría de atrofias y fracturas diversas; lo mismo cabe decir sobre el “viejo” de La-Chapelle-aux-Saints, a quien le faltaban casi todas las piezas dentales [Cela y Ayala, 2005]). Este tipo de conductas no debería extrañarnos, pues ya vimos al comienzo que ello era común entre especies sociales, como en el caso de algunos grandes simios. Un caso análogo respecto al mundo de los animales no humanos sería el que describe De Waal sobre una chimpancé llamada Mozu, la cual carece de manos y pies, y a pesar de ello, no se da por vencida y recibe una gran ayuda y reconocimiento por parte del grupo en el que se encuentra integrada (De Waal, 2003).

La segunda hipótesis, de que tras los enterramientos se encuentra algún tipo de creencia en el más allá nos parece más plausible, sobre todo si tenemos en cuenta los casos en los que aparecen enterramientos que fueron llevados a cabo de forma deliberada y han sido incluso asociados al uso de posibles elementos ornamentales. En el caso del “viejo” de La-Chapelle-aux-Saints se encontró un agujero rectangular en el suelo de la caverna que de ningún modo puede ser atribuido a procesos naturales o azarosos. Por otro lado, casos como los de neandertales adultos junto a restos infantiles, ponen de manifiesto que el enterramiento es intencional. También podríamos tener en cuenta que a todo ello podrían haber acompañado determinados ritos, como el caso de Kebara (Israel), en el que al esqueleto, que se encontraba perfectamente conservado, le faltaba el cráneo. Esa acción tendría lugar meses después de que el individuo hubiese muerto, tal como apuntan Bar-Yosef y Vandermeersch. Otro caso que podría ilustrar un enterramiento acompañado de cierto ritual sería el caso del neandertal encontrado en la cueva de Dederiyeh, en Siria, donde el individuo se hallaba depositado con los brazos extendidos y las piernas flexionadas, con una piedra caliza de forma rectangular colocada sobre el cráneo y una pieza de pedernal triangular sobre el corazón. Dos últimos casos, aunque polémicos, terminarían por arrojar más luz sobre el tema. El primero de ellos, (en Shanidar IV) se corresponde con el hallazgo de cantidades notables de polen sobre la tumba, por lo que podría tratarse de una ofrenda floral, una costumbre que habría persistido hasta nuestros días. Frente a esto, hay quienes sostienen que toda esa cantidad de polen podría haber sido introducida por el viento, o por las botas de los trabajadores en la excavación. Por último, el yacimiento de Teshik-Tash (Uzbekistán) contiene un enterramiento infantil en el que se encontraron (según el informe de Movius, 1953) cráneos de cabra montes dispuestos de forma circular alrededor de la tumba.

Sobre el tipo de cultura neandertal, la musteriense, podemos encontrar una pista acerca de las capacidades cognitivas de los neandertales en los objetos de piedra y hueso que nos han legado. Incluso antes, nos sorprende encontrar otros objetos como las famosas lanzas de Schóningen, pertenecientes a preneandertales hace unos 400 000 años y con las que habrían abatido a una manada de caballos salvajes (Haidle 2012). Dadas las condiciones extraordinarias del yacimiento, debido a la alta humedad de la tierra en la que estaban enterradas, han sido perfectamente conservadas y nos dan una idea de las capacidades de estos seres. Ello implica que no eran carroñeros, sino que por aquella época ya cazaban, con todo lo que eso supone, como una capacidad de organización y comunicación elevadas, cualidades que pensábamos exclusivas de los sapiens. En cuanto a la técnica lítica empleada en la cultura neandertal, el método Levallois supuso un gran adelanto frente a la olduvaiense y achelense anteriores. Esta técnica consiste en la talla de una piedra redondeada por todos los lados hasta que finalmente con un golpe controlado se separa el fragmento deseado. Las lascas o láminas que se iban golpeando conducían finalmente a una forma precisa y muy afilada. Parece impensable que se pueda producir un útil así sin que al mismo tiempo se conciba en la mente del diseñador la acción futura que desempeñará. Quizá algo que llama la atención sobremanera y que supone un claro indicio de la flexibilidad cognitiva del neandertal, es el hecho de la invención de pegamento a partir de la corteza de abedul. Hace unos 200 000 años, los neandertales fueron los primeros que aprendieron a afianzar puntas de piedra en lanzas de madera con brea de abedul, lo que suponía montar armas o útiles a partir de piezas diferentes. Al calentar en un hoyo trozos de corteza se producía un tipo de brea, lo cual implicaba la capacidad de producción, dominio y control del fuego por parte de los neandertales. De este modo, al afianzar la punta con la lanza, su utilidad y resistencia aumentaban de manera espectacular (Haidle 2012). También se sabe que los neandertales usaban la piel de animales, sabían curtir pieles y realizaban vestimentas con las mismas.

Aunque generalmente se habla de “cultura musteriense”, no siempre es fácil diferenciar entre un tipo de cultura y otro, como sucede a la hora de identificar útiles pertenecientes a los humanos modernos. En los yacimientos de Oriente Próximo se encontraron raderas y puntas Levallois muy semejantes a las europeas, sin que pudiese establecerse una clara distinción a la hora de determinar si se trataba de un producto del hombre de Neandertal o por el contrario, si pertenecía al Homo sapiens. De ahí se desprenden dos conclusiones: una, que durante el Paleolítico Medio, los préstamos culturales eran hasta cierto punto frecuentes. Y, segundo, que no cabe hablar pues de superioridad técnica. Nos queda por ver si ello sería también así en lo que respecta a las capacidades estéticas, simbólicas y lingüísticas de ambos.

Respecto al origen del simbolismo y del arte, debemos entender qué es lo que distingue a un objeto simbólico de otro que no lo es. La manera más común de identificarlos consiste en distinguir aquellos que tienen una utilidad práctica (como es el caso de herramientas tales como lanzas, raspadores o cuchillos) de aquellos que no están asociados directamente a unos fines pragmáticos y que poseen en sí mismos un sentido estético. Así, en el Paleolítico Superior encontramos una gran cantidad de útiles que habrían sido asociados a un origen simbólico (Lindly and Clark 1990). Una posible objeción a este punto de vista es que la función de un determinado objeto no siempre resulta del todo discernible, y, al igual que en el caso del arte, puede depender de una interpretación subjetiva. Ello es lo que parece que ocurre cuando se interpreta la supuesta belleza y casi perfecta simetría de los bifaces achelenses, en cuya elaboración se ha visto reflejado un propósito estético, además de su indudable utilidad. ¿Existe una intencionalidad artística en la elaboración de estos útiles? Y si es así, ¿cómo ocurrió ese proceso? Como casi siempre ocurre en estos casos, encontramos repuestas e hipótesis variadas, de las que destacan principalmente dos: la hipótesis de un sentido estético graduable y la de una explosión artística súbita. En vista de las numerosas pruebas que existen en favor de la primera frente a una explosión artística, sostengo que es preferible la gradual. Con todo, conviene indagar en el registro fósil para obtener datos acerca de lo que pudo ocurrir en ambos casos, y con qué pruebas podemos contar. En los últimos 40 000 años, las expresiones estéticas del auriñaciense se manifiestan por todas partes (como el caso de las pinturas rupestres de Altamira o Lascaux, entre muchas otras manifestaciones pictóricas), lo cual plantea el enigma de una mente simbólica, preguntándonos si cabría incluir aquí al hombre de Neandertal. El alto nivel de técnica empleada en las pinturas de estas cuevas ha sido asociado a los seres humanos de aspecto moderno, que se corresponderían con los cromagnones y la cultura magdaleniense, los cuales suponen la cumbre de la expresión simbólica y artística. Otro tipo de artefactos que datan de esa época son los primeros figurines de marfil, los adornos a partir de pigmentos y los collares elaborados con conchas y caracolas marinas, incluso algunos de los primeros instrumentos musicales de la historia. ¿Cómo cabe interpretar todo ello? Para algunos autores como Mithen, ello supondría una última mutación que llevaría a la mente moderna, aunque esta especulación que no ofrece prueba alguna. Por otra parte, existe una interpretación muy distinta. Frente al modelo de explosión cultural y artística encontramos una visión que sostiene cierta continuidad y gradua- lismo en el tiempo a la hora de hablar de las primeras manifestaciones artísticas. De este modo, no cabría suponer un único momento para situar el origen y nacimiento del arte. Desde los bifaces achelenses hasta las últimas manifestaciones estéticas de los últimos 40 000 años, existe un lapso temporal lo suficientemente amplio como para que se produjeran cambios a nivel cognitivo. La presencia de elementos ornamentales puede interpretarse como signo de la presencia de un ámbito estético. A medida que nuestros antepasados iban descubriendo nuevas aplicaciones para sus herramientas se iba desarrollando en ellos una mayor sensibilidad. La talla y simetría de algunos útiles podrían esconder una intencionalidad más allá de lo funcional. La presencia de algunos fósiles en los bifaces, ha sido interpretada por algunos investigadores como una apreciación estética que iría más allá de lo funcional (Oakley 1981). Igualmente ocurre con las rayas geométricas realizadas en un metatarso de elefante hace 350 000 años en Bilzingsleben (Alemania), piezas de ocre rojo con marcas geométricas halladas en el yacimiento Biombos Cave de Sudáfrica que datan de unos 77 000 años, o la lámina de Quneitra (Siria) con una antigüedad de 54 000 años, todo lo cual apunta a la existencia y proliferación de representaciones abstractas en épocas anteriores (Cela 2002). El hecho de que las últimas sociedades neandertales, como del Chatelperroniense, mostrasen una industria ósea con elementos simbólicos y de adorno personal (dientes de animales perforados para usar como collares), uso de pigmentos naturales o industrias de la piedra laminares al estilo del Paleolítico Superior, pone en tela de juicio el modelo de una expresión súbita del arte, aunque sí es cierto que la misma se hace en este momento más patente que nunca. Por otra parte, las pinturas encontradas en la cueva de Nerja (Málaga), de confirmarse, podrían ser las más antiguas hasta la fecha, con más de 40 000 años de antigüedad y atribuidas a obra de neandertales debido a los restos encontrados en las cercanías. No parece haber motivo para negar un sentido estético a los neandertales, pues ya no hablamos de chimpancés o gorilas, a los que, por cierto, se les puede enseñar a pintar (incluso a comunicarse con lengua de signos), ni siquiera de los primeros homínidos, sino que el salto temporal es mucho mayor. En vista a todo lo argumentado hasta ahora (una intencionalidad manifiesta en la elaboración de útiles complejos, de una inquietud metafísica reflejada en determinados ornamentos funerarios, además de la posibilidad de una mente simbólica) también podemos hablar de una mente mucho más evolucionada.

Muy ligado al simbolismo encontramos el lenguaje, para muchos necesario para el desarrollo de unas capacidades mentales superiores (Arsuaga y Mendizábal 2001). Una de las características fundamentales que definen al ser humano es la utilización de símbolos en su comunicación. Frente a los signos, que reflejan un estado físico o emotivo (el llanto sería indicativo de dolor, o el humo de fuego), los símbolos requieren de un aprendizaje previo y compartido. La flexibilidad del lenguaje es tal que permite crear una infinita combinación de palabras y expresar conceptos abstractos. Además, a través de él podemos referirnos al pasado, al presente y al futuro. La evolución del lenguaje, por tanto, sería fundamental para el desarrollo de un conjunto de reglas normativas en sociedades complejas, así como para hacer posible la subjetividad y la autorreferencia. La cuestión es si esta propiedad es o no exclusiva de nuestra especie.

Son varios los estudios que han propuesto que antes de la aparición del lenguaje hablado ya se encontraban presentes en el cerebro de algunos homínidos las principales bases neurológicas del lenguaje, aunque tendrían funciones no lingüísticas. Hay que recordar con Philip V. Tobias, que el verdadero órgano del lenguaje es el cerebro, aunque ello no baste para un habla efectiva. Gracias a los moldes endocraneales, sabemos que ya hace 1.8 m.a. Homo habilis poseía las áreas de Broca y Wernicke, necesarias para el lenguaje, pero es posible que los primeros homínidos no tuviesen más que un pequeño repertorio de fonemas y reglas gramaticales simples. El aumento gradual del cerebro y la reorganización de éstas y otras áreas cerebrales llevaron a una cultura cada vez más compleja. Otras hipótesis apuntan a un origen gestual (Hewes 1975) o incluso musical (Mithen 2007). Con todo, las dos áreas del lenguaje se muestran proporcionalmente más anchas en los humanos modernos y neandertales, algo que quizá apunte a la emergencia de nuevas habilidades cognitivas en ambos (Bruner 2012). Por otra parte, en 2007, Páábo demostró que los neandertales mostraban las mismas diferencias genéticas en el mencionado gen FOXP2 que en el Homo sapiens, por lo que estas mutaciones debieron darse, como mínimo, hace 300 mil años (Haidle 2012). Otro tipo de cambios, como la expansión del córtex frontal y la girificación cerebral, acompañarían a unas facultades cognitivas y lingüísticas emergentes. Por su parte, Liberman y Laitman se basan en la flexión basicraneal, comparándola en los casos de los bebés y los grandes simios, estimando que estas capacidades no aparecerían antes del hombre de Neandertal. Sus especulaciones sobre la imposibilidad del habla efectiva en el hombre de Neandertal finalmente resultaron ser falsas cuando interpretaron al “viejo” de La-Chapelle-aux-Saints. El tracto vocal supralaríngeo dotaría al neandertal de una posición baja de la laringe, por lo que sería perfectamente capaz de emitir fonemas, palabras y un lenguaje articulado. Un dato que apoyaría este supuesto es el hueso hiodes encontrado en Kebara (Israel), el cual ha resultado ser prácticamente idéntico al del hombre moderno. Pese a todo ello, se ha atribuido el lenguaje de doble articulación únicamente a nuestra especie.

VI. CONCLUSIÓN

A partir de lo argumentado hasta ahora creo que sería perfectamente atribuible la emergencia consciente al hombre de Neandertal, capaz además de una introspección y reflexión que harían justicia a una autoconciencia. Ese proceso supondría una clara ventaja adaptativa que fue manifestándose en la cultura y otras formas de expresión, incluido un tipo de lenguaje lo suficientemente complejo y relacionado con una conciencia autobiográfica. No estamos hablando ya de insectos sociales o simios antropomorfos, cuyas habilidades no dejan de sorprendernos. Existe un gigantesco salto evolutivo desde entonces hasta el hombre de Neandertal. Es cierto que no podemos preguntar a los neandertales cosas como por qué enterraban a sus muertos. Todo lo que podemos hacer es seguir las huellas de una conciencia fosilizada que nos ha legado una serie de pistas sobre las capacidades cognitivas en los homínidos. Quién sabe si los enterramientos se debían a motivos religiosos o simplemente funcionales. Quizá los neandertales fuesen ateos y se hubiesen percatado de la extraordinaria capacidad de la evolución humana al ver a los primeros sapiens. Con todo, su cultura, sus manifestaciones estéticas y el desarrollo de todo una industria lítica compleja pondrían de manifiesto la existencia de capacidades cognitivas emergentes, así como la planificación y previsión al desarrollar sus herramientas y la presencia de una inquietud metafísica sobre aquellos que dejan este mundo para adentrarse en lo desconocido, todo lo cual, nos permite hablar ya de un pensamiento autoconsciente y reflexivo.

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Cognición y Evolución Humanan, Universidad de las Islas Baleares, España. / muelaster@gmail.com
Ludus Vitalis, vol XXI, num. 39, 2D13, pp. 165-175.

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