Ciencia, ¿para qué? Una cuestión filosófica.

Ciencia, ¿para qué? Una cuestión filosófica.

Miguel A. Quintanilla Fisac (1)

Miguel A. Quintanilla (Segovia 1945)
Miguel A. Quintanilla (Segovia 1945)

Aunque es siempre arriesgado generalizar, quisiera empezar estas reflexiones lanzando una enorme generalización. En buena parte de la filosofía de nuestro tiempo, especialmente en el contexto cultural iberoamericano, predomina una actitud de irresponsabilidad. Los filósofos nos atrevemos a cuestionarlo todo porque estamos convencidos de la inanidad de nuestra crítica, podemos ponerlo todo en cuestión porque nadie nos va a pedir cuentas por ello. No es que nos neguemos a responder por las consecuencias de nuestros actos o de nuestras ideas, es que estamos convencidos de que no tienen consecuencias. Lo peor es que parece que nos sentimos cómodos y alegres con esta situación.

Quisiera en estas páginas hacer un ejercicio de responsabilidad filosófica y un llamamiento a asumir responsabilidades a propósito de una cuestión importante: la justificación de la ciencia. Quiero reivindicar que la cuestión “¿ciencia para qué?” trata, en efecto, de un asunto importante, que tiene un carácter filosófico y que debemos afrontar con responsabilidad. Deseo además, de esta forma, rendir homenaje a algunos de nuestros filósofos clásicos, como Mario Bunge, que siempre se ha mantenido fiel a su compromiso con la filosofía científica , y a otros colegas de mi generación que nunca abandonaron lo esencial de un programa filosófico orientado por la ciencia.

Empezaremos con una apuesta. Si salimos ahora mismo a la calle y preguntamos a un conjunto aleatorio de ciudadanos qué opinan acerca de la ciencia, es seguro que nos dirán que es muy importante, porque nos ayuda a curar enfermedades y a mejorar nuestro bienestar. La ciencia nos hace felices. Si preguntamos un poco más, también reconocerán que la ciencia crea problemas (la bomba atómica era hace unas décadas el peligro mayor de la ciencia, ahora es la contaminación y el cambio climático) y por otra parte ayuda a solucionarlos. Finalmente, si seguimos preguntando reconocerán que la ciencia es más buena que mala, pero en todo caso insuficiente. De forma muy simplificada, este es el perfil promedio de las actitudes de la población ante la ciencia, tal como se reflejan en las múltiples encuestas de opinión y estudios publicados sobre estos temas (2). No voy a entrar aquí en el análisis de las limitaciones de estas encuestas. Lo que quiero es resaltar un rasgo importante. La visión de la ciencia que parecen tener los ciudadanos es coherente, al menos con una posición ideológica bastante extendida entre los especialistas; la ciencia tiene ante todo un interés pragmático, utilitario, y aunque también goza de un prestigio social considerable, éste parece ser una consecuencia de aquél. Esta visión de la ciencia tiene consecuencias evidentes, tanto en la esfera de la política científica como en la propia actividad científica y su representación interna.

Mario Bunge (Buenos Aires, 1919)
Mario Bunge (Buenos Aires, 1919)

En la política científica, la visión pragmática (que no pragmatista) se traduce en la reducción de las decisiones de política científica a su dimensión de política económica. Para un economista, la ciencia y la tecnología son variables exógenas que, cuando se introducen en la función de producción, explican una parte de la variación de los resultados del proceso: mejoran o empeoran la productividad. Tienen el mismo valor que una buena cosecha, un accidente de circulación o la suerte en el casino.

Desde el punto de vista de la representación interna de la ciencia, esta visión estándar tiene también efectos importantes: sólo se valora la investigación aplicada y la innovación tecnológica, y se menosprecia (o se distorsiona) todo aquello que realmente hace posible el progreso del conocimiento científico.

Los filósofos creo que hace tiempo que hemos desistido de participar en la pelea. Desde que nos vimos obligados a abandonar los dogmas del positivismo parece que hemos decidido declararnos cómodamente asentados en un suave relativismo. No renunciamos al valor epistémico del conocimiento científico, pero siempre conscientes de que se trata de un valor “interno”, referido a nuestros propios marcos conceptuales, no a esa realidad en sí que nuestros padres ilustrados soñaban con haber descubierto. No renunciamos al valor de una bella teoría o de un gran descubrimiento, pero estamos bien dispuestos a medirlos por el mismo rasero que el valor estético de una construcción poética. Después de muchos y acalorados debates hemos logrado que la visión filosófica del valor de la ciencia sea compatible con la aceptación de que la ciencia, por sí misma, no tiene valor.

¿Qué es lo que nos falta?

Platón ( 427-347 a. C.)
Platón ( 427-347 a. C.)

Bueno, en cierto modo, nos hace falta un poco de Platón o, mejor aún, algo de la herencia (aristotélica) de Platón. La ciencia, en la tradición filosófica de la Grecia clásica, es el conocimiento seguro, fiable y verdadero. No hay ciencia si no hay verdad. El valor filosófico fundamental de la ciencia es inseparable de la aspiración al conocimiento verdadero. Cierto que ahora sabemos que la verdad absoluta soñada por algunos filósofos con inclinaciones teológicas no es accesible, ni siquiera posible, aunque eso no debe hacernos olvidar que sin aspirar a la verdad, aunque sea parcial y tentativa, no es posible la ciencia. Aceptemos que Kuhn y Feyerabend nos ayudaron a despertar del sueño dogmático del positivismo, pero eso no nos obliga a seguir sus pasos hasta la banalidad del relativismo posmoderno.

Es cierto que la ciencia y la tecnología, o lo que algunos llaman tecnociencia: están muy intrincadas en nuestro tiempo. Aun así, los valores tecnológicos de eficacia, eficiencia, utilidad y fiabilidad no pueden sustituir a los de verdad, capacidad explicativa u objetividad, característicos del conocimiento científico.

Es cierto también que las decisiones sobre asuntos científicos y tecnológicos tienen que tomar en consideración todos los aspectos: económicos, políticos, sociales, tecnológicos, empresariales, e incluso estéticos, publicitarios, de oportunidad, y demás. No obstante, una decisión sobre un proyecto científico se toma a sabiendas de que el proyecto responde a una teoría demostradamente falsa o a datos empíricos erróneos, se está cometiendo un fraude. Los valores epistémicos no son los únicos a tomar en consideración, pero marcan los límites a todos los demás en las decisiones sobre temas científicos.

Visión pragmática de la ciencia y retraso tecnológico

Quiero ahora formular una hipótesis sobre la cultura científica. El predominio de una visión pragmática, utilitaria y relativista de la ciencia en una sociedad puede impedir o al menos retrasar su desarrollo científico y tecnológico (3). Parece paradójico, pero es plausible. En alguna medida podría esperarse que una visión pragmática, utilitaria y en cierto modo también relativista de la ciencia constituiría una ventaja para el desarrollo de la cultura científica y de sus aplicaciones para el bienestar de los ciudadanos. De hecho, en la política científica y tecnológica actual, en prácticamente todos los países, se plantea como un objetivo indiscutible, no tanto o no sólo el desarrollo del conocimiento, sino fundamentalmente el apoyo a la innovación. Esto quiere decir que el objetivo principal de las políticas científicas es fomentar la transferencia del conocimiento al sistema productivo, creando riqueza a partir del conocimiento. Esta visión pragmática y utilitarista del conocimiento científico es justo lo que se espera que tenga éxito. El problema está en que la naturaleza del conocimiento científico y su relación con la innovación no se corresponde con esas expectativas.

Hay muchas formas de potenciar la innovación: adquiriendo maquinaria nueva, incorporando conocimientos empíricos, aprovechando la experiencia de productores o consumidores, mejorando la organización de la producción, introduciendo nuevos reclamos publicitarios o diseños estéticos en nuestros productos. Todas estas son modalidades de la innovación de valor económico que no tienen nada que ver con el conocimiento científico ni con la innovación tecnológica. Ésta consiste en producir nuevos productos o introducir en la producción nuevos procesos basados en conocimientos nuevos, adquiridos a partir de la investigación científica. La innovación tecnológica es siempre, en último término, un resultado de la ciencia. Dicho de otra forma, el conocimiento científico es la fuente principal de la innovación tecnológica, y esta es el factor principal de mejora de la competitividad y la productividad económica, y también del bienestar social.

Es posible que una visión pragmática de la ciencia favorezca a corto plazo el desarrollo tecnológico, pero sin una cultura comprometida con el valor intrínseco de la ciencia, como fuente de conocimiento objetivo y novedoso, será difícil mantener viva la fuente principal de la innovación.

La agenda europea de política científica.

Estos temas no son meras especulaciones teóricas. Por el contrario, están en la agenda cotidiana de la política científica, Hace unos años, la Unión Europea encargó un estudio sobre el sistema de innovación en Europa y en él se acuñó la expresión “la paradoja europea” . Ésta consiste en que, a pesar de que Europa tiene una actividad científica académica, notable y de primer nivel mundial, parece incapaz de obtener de esa actividad una adecuada repercusión en la competitividad de su economía a través de la innovación (4). Para resolver esta paradoja se hicieron recomendaciones de incrementar el esfuerzo político y económico, potenciando no sólo la producción de conocimientos nuevos, sino sobre todo su transferencia al sistema productivo: la innovación. Casi veinte años después, seguimos teniendo el mismo problema. La única diferencia es que ahora hemos conseguido que nuestros investigadores dediquen más tiempo a justificar el interés económico de sus proyectos que a definir el contenido científico de éstos.

No piense el lector que estoy proponiendo una vuelta a la investigación académica “libre” en una torre de marfil, es decir alejada de la realidad social y descomprometida con su entorno. En modo alguno. Lo que sí quiero hacer es reivindicar radicalmente la necesidad de recuperar los valores intrínsecos de la investigación científica, como una exigencia de coherencia con el propio compromiso social de la ciencia. Para poder ser útil socialmente, la ciencia tiene que ser buena. La ciencia más inútil es la ciencia mal hecha. Y para hacer buena ciencia lo que importa no es el valor económico de una teoría o un proyecto, sino su valor epistémico.

Leon Cooper (Nueva York 1930)
Leon Cooper (Nueva York 1930)

No se trata sólo de un problema “especulativo”, sino por completo práctico (valga la paradoja: resulta práctico no instaurar lo práctico como valor principal) y de interés vital. Uno de los físicos más relevantes en el campo de la materia condensada, L. Cooper (2007), escribía hace unos años un precioso artículo sobre este tema. Imaginemos que hace ciento cincuenta años alguien hubiera puesto en marcha un programa de investigación aplicada y de desarrollo tecnológico cuyo objetivo fuera conseguir una tecnología capaz de permitirnos escuchar en el salón de nuestra casa un concierto de música con el mismo nivel de calidad de audición que si estuviéramos en la sala de conciertos. Es fácil imaginar qué tipo de proyecto habría salido de allí; una especie de fonógrafo gigantesco, con toda clase de artilugios mecánicos para producir y transmitir música. Imagínense a Edison concursando a esa convocatoria de proyectos. Podría haber salido cualquier cosa salvo, con toda seguridad, lo que realmente se ha hecho: utilizar la microelectrónica, el láser, la teoría de la comunicación y los algoritmos más avanzados del cálculo numérico para conseguir los sistemas de reproducción, almacenamiento y transmisión de música que tenemos hoy. Ningún proyecto de desarrollo tecnológico podría haber previsto todo eso, porque sencillamente todo eso es el resultado de descubrimientos posteriores de la investigación científica básica, que por definición eran impredecibles hace ciento cincuenta años.

Así pues, no sólo es un error la reducción de la investigación científica básica a valores pragmáticos y económicos, sino que también es un error tratar desde esta perceptiva meramente utilitarista el propio desarrollo tecnológico. Este es dependiente de la ciencia, y la ciencia tiene que ver con el conocimiento y la verdad. Si no reivindicamos una cultura científica en estos términos, se quedará cojo también nuestro compromiso con el desarrollo tecnológico.

Riesgos

Pues bien, creo que esta es precisamente una de las características de la cultura científica que tradicionalmente ha predominado en muchos países iberoamericanos, y sigue siendo uno de los riesgos que corremos en la actualidad. Hay otras culturas que pueden permitirse el lujo de enfatizar la dimensión aplicada y empresarial del desarrollo científico y tecnológico, porque hace ya mucho tiempo que se tomaron en serio el valor de la ciencia para producir nuevos conocimientos verdaderos. Nosotros no deberíamos entusiasmarnos tanto con la innovación tecnológica al punto que nos olvidemos de que su fuente principal es el conocimiento científico. Me atrevo a decir incluso que no deberíamos entregarnos con tanto entusiasmo a derribar el edificio ya obsoleto del positivismo en filosofía de la ciencia sin preocuparnos por construir al mismo tiempo un sólido edificio donde pueda alojarse la búsqueda de la verdad y la objetividad como misión de la ciencia.

Hay dos ámbitos donde se juega el futuro de la ciencia, en la educación y en la comunicación de masas. Creo que los filósofos deberíamos hacer un esfuerzo especial por construir una visón de la ciencia que permitiera trasladar, a través de estos medios, los grandes ideales de la Ilustración, y no sólo los intereses del sistema productivo a corto plazo. Creo que este puede ser un buen ejemplo de ejercicio responsable de la reflexión crítica filosófica en nuestro contexto cultural y en nuestro tiempo.

Ludus

Artículo que se publicará en el n.41 de Ludus Vitalis.

Notas

1 Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología, Universidad de Salamanca.

2 En España, la Fundación Española de Ciencia y Tecnología (FECYT) lleva desde 2002 publicando los resultados de una encuesta de percepción pública de la ciencia, con análisis y comentarios realizados por especialistas (FECYT, 2011). Para un análisis actualizado de la información disponible a nivel europeo, véase Bauer (2009; 2012).

3 Aquí cabría aludir al famoso “que inventen ellos” de Miguel de Unamuno.

4 “One of Europe’s major weaknesses lies in its inferiority in terms of transforming the results of technological research and skills into innovations and competitive advantages”(European Comission, 1995, p 5).

Referencias

Bauer, Martin W. (2012), Science Culture and Its Indicators. NY: Springer.

Bauer, Martin W. (2009), “The evolution of public understanding of science-discurse and comparative evidence,” Science, Technology & Society 14, 2: 221-240.

Bunge, Mario (2013), La ciencia, su método y su filosofía, Biblioteca Bunge, Pamplona: Laetoli.

Cooper, Leon N. (2007), “The unpaid debt,” Nature Physcs 3 (12): 824-25. doi:10.1038/nphys793.

European Commission (1995), “Green paper on innovation”. European Commission. http://europa.eu/documents/comm/green_papers/pdf/ com95_688_en.pdf.

FECYT (2011), Percepción social de la ciencia y la tecnología en España. Madrid: FECYT.

Echeverría, Javier (2003), La revolución tecnocientífica. Madrid: FCE.

Sanmartín Esplugues, José (2013), El exceso de excluir a la razón. Reflexiones para una historia de la filosofía de la ciencia. Eslabones en el Desarrollo de La Ciencia. México D.F.: Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales Vicente Lombardo Toledano.

Quintanilla, M. A. (2010), “La ciencia y la cultura científica.” ArtefaCToS: 32-48.

 

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