CEREBRUM ITAQUE CONDUCTA

CEREBRUM ITAQUE CONDUCTA

Raúl Gutiérrez Lombardo

Darwin (1809-1882)
Darwin (1809-1882)

Uno de los comentarios más interesantes de Charles Darwin sobre la naturaleza humana lo constituye, sin duda, el que escribió en su Cuaderno de Notas C (1838).

En este cuaderno, Darwin señala que es nuestra maquinaria mental lo que nos hace diferentes del resto de los animales, “éste es un reemplazo de la maquinaria mental”, utilizando sus propias palabras. Y, con el desarrollo de las neurociencias, hemos descubierto que, en efecto, Darwin tenía razón, pues los humanos tenemos ciertos rasgos mentales únicos; los valores éticos y estéticos, entre ellos. Pero, ¿cuál es el significado de nuestra tendencia a valorar lo justo de lo injusto y lo bello de lo feo de la vida?

En este trabajo voy a intentar contestar esa pregunta que, en realidad, no es otra cosa que aportar más datos a la famosa opinión de Thomas Huxley (Oxford, 1882) de que somos los únicos monos preocupados constantemente en averiguar qué clase de monos somos, o, dicho en términos técnicos: de explicar nuestra conducta.

Dada la complejidad de este problema, existen diferentes posturas filosóficas para el abordaje de su estudio, que, por razones de tiempo, no me voy a detener en ellas, pero sí mencionaré que por lo menos podemos reconocer tres grandes corrientes de pensamiento, evolucionistas las tres, que han intentado explicarlo sobre bases científicas. En primer lugar, está la llamada explicación adaptacionista, cuya idea principal, de acuerdo con autores como Antonio Diéguez (2011), es que en lo que toca a las capacidades cognitivas en los animales y en los seres humanos, éstas son un rasgo fenotípico que puede explicarse como una adaptación al medio, siendo, por tanto, el resultado de la selección natural; en segundo lugar, está la llamada explicación ex-adaptacionista, de acuerdo con la cual, las capacidades cognitivas en los seres vivos que las poseen serían un producto de la evolución, pero un producto derivado, es decir, no serían una adaptación a determinada presión del medio, sino un rasgo neutro que no se fijó para un uso específico, y, finalmente, la que podríamos llamar explicación trans- formacionista, que implica, desde luego, también la adaptación al medio, pero por la manipulación tecnológica del ambiente.

¿Soy un mono? de J. AyalaEn mi caso, voy a decantar por la tercera opción y no sólo porque siempre he estado convencido que en los seres humanos la evolución biológica se ha, como dice Francisco Ayala en su libro ¿Soy un mono? (2011), trascendido a sí misma produciendo un nuevo modo de evolución, la evolución cultural, sino porque el desarrollo actual de la neurobiología ha aportado nuevas respuestas a este respecto que así lo confirman.

¿Y por qué digo que ahora contamos con nuevas respuestas provenientes del campo de la neurobiología? Pues porque ahora sabemos mucho más acerca de los rasgos que nos distinguen del resto de los monos, como es no sólo el hecho de contar con un cerebro de mayor tamaño, sino por saber, por ejemplo, el índice de evolución de algunos genes, como los que están implicados en nuestro lenguaje.

Entonces, ¿qué nos hace ser tan diferentes del resto de los monos? ¿Nuestro cerebro? Sí, nuestro cerebro, y sobre todo su ran producto, nuestra cultura. Esa extraña carpa, como dice Francisco Mora en su libro Neurocultura (2007), que cubre a los seres humanos que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y cualquier otra capacidad y hábito adquirido en tanto que miembro de una determinada sociedad y transmitido de generación en generación.

Para este autor, está claro que las culturas no nacen de pronto como producto de un acuerdo intencionado o consciente llevado a cabo por un grupo de seres humanos. Nadie, sostiene, ha decidido nunca de modo consciente, crear cultura. Las culturas son un continuum, son productos sucesivos creados por grupos de seres humanos que han obedecido, primero, a las reglas impuestas por sus genes y, luego, a esa obediencia que persigue salvaguardar la supervivencia del individuo y de la especie. Tampoco, indica este autor, en su origen, las culturas arrancaron sin un antes y un después. Podría quizá pensarse que las primeras culturas nacieron con el origen del hombre de aspecto moderno, aquel que apareció hace unos 100,000 años, tiempo en el que, al parecer, cuajó casi definitivamente el proceso evolutivo del cerebro humano y con él se fraguó la argamasa principal de cualquier cultura: el lenguaje. No, no fue exactamente así. La cultura humana tuvo un origen y ha tenido un proceso de evolución de por lo menos tres millones de años, pero tras el último periodo de su proceso evolutivo, hace apenas entre 60,000 y 30,000 años, hubo una explosión que fue el verdadero amanecer de la cultura humana. Tal vez ese remplazo de la maquinaria mental del que hablaba Darwin.

Grabados Ocre Cueva de Blombos300
Grabados Ocre Cueva de Blombos (Sudáfrica, 76.000 años de antigüedad)

La discusión acerca del origen de los seres humanos nos dice, independientemente de cuántas especies y cuándo salieron de África, cuna de la humanidad, que tras millones de años de evolución, una de esas especies dio lugar al Homo sapiens, y la clave para entender ese proceso fue el desarrollo de su cerebro y con él el de la cultura y el lenguaje propiamente humanos. Esto ocurrió con la aparición de las primeras manifestaciones artísticas y la conciencia de sí mismo que produjeron el llamado pensamiento simbólico, que viene marcado por la última gran transformación del cerebro. Esta transformación consistió en un refinamiento de las asimetrías entre los hemicerebros izquierdo y derecho y, consecuentemente, un refinamiento en las especializaciones funcionales de cada mitad del mismo.

Pero, ¿qué no habíamos señalado al principio que lo que nos distingue del resto de los monos es que tenemos ciertos rasgos mentales únicos, o conductuales para ser más exactos, como los valores éticos?

Francisco Mora afirma que este es precisamente el núcleo de la cuestión, pues no obstante que la conducta moral humana es un producto del devenir de los mecanismos emocionales y sociales desarrollados por los antropoi- des primero, y por los homínidos después, la ética humana tiene un grado de complejidad, tal como señala Antonio Damasio, que la hace sólo humana. El refinamiento es humano y los códigos (cerebrales) por los que expresamos nuestra conducta ética son humanos.

NIA_human_brain_drawing400¿Qué conocemos hoy, se pregunta Mora, de la ética y el cerebro? Para empezar, sabemos que el cerebro no parece contener centros ni circuitos neuraíes <éticos o morales>, es decir, módulos cuyo funcionamiento esté dedicado, en exclusiva, a producir los pensamientos y la conducta ética. La conducta moral es la elaboración mental de un producto que requiere de la participación de múltiples sistemas neuronales ampliamente distribuidos en el cerebro y que unas veces elaboran conductas <morales> y, otras, distintos tipos de conductas. La elaboración de un razonamiento o juicio moral, y su consecuencia en la conducta, requiere la actividad de ciertos circuitos neuraíes en un reclutamiento que sigue patrones de tiempo y en el que participan muchas y diferentes áreas del cerebro, desde el sistema límbico con las emociones, la memoria en contextos específicos (hipocampo y corteza cerebral), hasta las áreas de asociación de la corteza prefrontal, con la toma de decisiones, la responsabilidad y la propia y final cognición moral.

Fragmentos de la ponencia presentada en 18 de agosto en el Congreso “¿Naturalizarla Cultura?” del Instituto Nacional de Antropología c Historia en Taxco, Guerrero.

 

Evolución humana desde el paradigma científico reduccionista

Evolución humana desde el paradigma científico reduccionista

Raúl Gutiérrez Lombardo

En este trabajo, deliberadamente voy a dejar de lado la visión del mundo que sostiene que los humanos somos especiales respecto al resto de los seres vivos, no obstante, anoto, que sabemos de la existencia de rasgos derivados funcionales únicos en los seres humanos como la capacidad de categorización y razonamiento lógico o la capacidad para valorar nuestra conducta. Lo anterior, con objeto de llevar hasta sus últimas consecuencias, la llamada concepción reduccionista del mundo. Esta concepción filosófica, que se inserta en la llamada filosofía naturalizada, en su versión más radical se conoce como accidentalismo, la cual parte del argumento de que todo ser viviente dedica su existencia a buscar los recursos necesarios para su supervivencia y su reproducción, la cual incluye al ser humano como a cualquier otro organismo, con la salvedad de que éste es consciente de esa búsqueda, que es parte/consecuencia de su bagaje adaptativo. De tal suerte, su comportamiento social no es sino una estrategia adaptativa para hacerse de esos recursos, siempre escasos frente a sus competidores, en donde rige una manera de llegar a ellos antes que los demás.

Thomas Robert Malthus

Esta estrategia adaptativa implica, según este enfoque, que los seres humanos necesitamos recursos para mantener el tipo y, sobre todo para transmitirlo. Como ya popularizara a finales del siglo XVIII R. Malthus en principio los recursos primarios (alimentos) crecen mucho más despacio (aritméticamente) que los seres humanos (geométricamente), por eso, no hay para todos y hay que abrirse camino como sea y es Charles Darwin en su obra maestra El origen de las especies quien le da una dimensión evolucionista al asunto, a partir de la cual surge su teoría de la selección natural. Así, las dos ideas básicas del argumento accidentalista son: una, necesitamos recursos y dos, no hay para todos.

Desde esta perspectiva, aunque se admite que en los seres humanos la historia es un elemento fundamental de su hábitat, esta historia es en realidad un componente más de la interacción de su genoma con su medio, y su expresión fenotípica es el resultado de esa interacción, no obstante, anoto otra vez, que “saber que sabemos” engloba los aspectos intelectuales, espirituales, éticos y estéticos que caracterizan a la cultura en sus diferentes manifestaciones.

Y entonces, ¿qué pasa con el comportamiento social y cultural de los seres humanos desde la perspectiva accidentalista?

El argumento accidentalista prosigue al decir que el problema con las relaciones sociales humanas es que hay quien se aprovecha de los demás a la menor oportunidad, porque aunque en principio hubiera recursos para todos, hay recursos necesarios que no se pueden repartir ni con la mejor voluntad. Está la enfermedad en sus múltiples acepciones, el no ser aceptado por los demás como otros que tienen más aptitudes sociales, porque claramente están, sin considerar a los que tienen simplemente buena suerte, los que están mejor dotados por la naturaleza (genéticamente) para realizar las funciones más cotizadas por todos (por la sociedad) y los que no lo están, incluso descontando los prejuicios raciales y sociales de siempre. Así, inevitablemente, los que tienen, se tienen que defender de los que no tienen pero también de los que tienen, porque los que tienen quieren tener más.

[rev_slider Hume-Smith]

Este argumento se apoya en pensadores como David Hume, quien a mediados del siglo XVIII, antes de que hubiera explicaciones más propiamente biológicas, observó que queremos más a los parientes más cercanos y que esa querencia va disminuyendo con la lejanía parental hasta prácticamente quedar en la total indiferencia. Lo que hoy día, en vez de parentesco, podríamos hablar de “distancia genética”. Otro autor, también escocés, por cierto, Adam Smith resaltaba las anomalías de la ética, con su concepto de “mano invisible”, que dejaba patente que el egoísmo produce bienestar social, porque cuando los egoístas compiten para suministrar un producto, se ocupan de suministrar cada uno el mejor producto para obtener la mayor clientela posible y así el máximo beneficio con respecto a sus competidores. Pero aún siendo esto cierto, Adam Smith no se fija especialmente en la posibilidad del engaño, de la falta de “juego limpio”.

El argumento accidentalista compara el engaño con el mimetismo en la naturaleza, que es una estrategia adaptativa para evitar al depredador o de conseguir con más facilidad a la presa, según sea el caso, y agrega que la naturaleza también promociona la detección del engaño a través de un proceso que, por selección natural, propicia que además del engaño se produzca la detección del engaño, y luego está, especialmente entre los seres humanos, el autoengaño, el que engaña sin pretenderlo, el cual es el engaño más eficaz (adaptativamente hablando claro), porque no hay mala fe (yo hice eso porque pensaba que era lo mejor para todos).

Pero el accidentalismo matiza esta idea al proponer que no todo parecería fraudulento en esa conducta contaminada por el egoísmo y el engaño al apuntar que Adam Smith también observó la circunstancia de que la desgracia ajena a menudo inspira compasión y ésta es un acicate para remediarla. Desde la accidentalidad, desde la perspectiva de la selección natural, el altruismo es como un arma secreta que se traduce en el engaño sublimado. No ya porque mañana pueda ser yo el afectado y entonces exija como contrapartida que se me ayude como yo pueda haber ayudado en su día, sino porque la naturaleza me obliga a hacerlo, porque me siento mal si no hago “lo que debo”.

¿Por qué, en cambio, me siento bien si ayudo a necesitados que ni siquiera voy a conocer jamás, o cuando ayudo por ayudar sin que el ayudado sepa nunca cuál fue la mano amiga que, al menos en parte, le sacó momentáneamente y parcialmente de su apuro?

Carlos Castrodeza, filósofo de la biología experto en esa concepción filosófica, responde de la siguiente manera:

Simplemente, porque estoy haciendo publicidad de mi bondad y “buenos sentimientos” ante los que me rodean, para generar confianza en mí, para hacerme lo más imprescindible posible, para que se cuente conmigo por ser de fiar. En definitiva, estoy engañando, pero sin saberlo, porque las emociones son genuinas, pero el resultado me promociona, me saca adelante con respecto a los demás, y sobre eso es sobre lo que actúa la selección natural.

La selección natural es oportunista y no favorece ni el bien, ni la verdad, ni la belleza, a no ser que sus promotores/portadores prosperen a expensas de los otros. Y si no es así, los otros son los que se llevan el gato al agua irreductiblemente. De manera que el bien, la verdad y la belleza son, según la idea de Jean Baudrillard, simulacros para la construcción de una hiperrealidad generalizable como Disneylandia. Asumir esta contingencia es decidir vivir en la perplejidad, o como diría también Martin Heidegger, por otros causes, en la autenticidad.

De modo que, en la etología de la cooperación y de la competencia, siguiendo a los filósofos de la sospecha, según la expresión de Paul Ricoeur, es decir, a Sigmund Freud, a Karl Marx y a Friedrich Nietzche, nada es lo que parece. Porque el altruismo recíproco viciado por el engaño y su detección está en la línea del dictamen general de Freud para quien las razones reales de nuestras actuaciones están enterradas en el subconsciente, y las razones aparentes son las que funcionan en nuestra convivencia para no infundir sospechas sobre nuestras verdaderas intenciones. Lo mismo sucede con Marx, pero ya a nivel de grupo o clase, y en Nietzche, destacando su interpretación de la razón, encarnada en la figura de Sócrates, como instrumento del resentimiento en aquellos que no pueden llegar a los recursos, en donde el resentimiento depura la racionalidad pensante haciendo, por ejemplo, de la “irracionalidad” una metarracionalidad “edificante” o, más simplemente, una metafísica “liberadora”.

Entonces, ¿cuál es el fin de nuestro gran melodrama? Según Castrodeza, se trabaja y se sufre para no trabajar y no sufrir, y cuando se llega al menos a un simulacro de ese inefable estado, no se sabe qué hacer, se necesita un hobby,o sea una manera hiperreal de trabajar y sufrir, de matar el tiempo.

Fragmento de la ponencia presentada en el coloquio “La filosofía desde la ciencia”, celebrado el 5 de noviembre en el CEFPSVLT.

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